domingo, 28 de junio de 2009

¿EL RELOJ SE EQUIVOCÓ DE LUGAR?

A cien años de su inauguración, aún hoy los habitantes de la ciudad de San José de Mayo controlan sus relojes de pulso con las campanadas de la Iglesia Basílica de esta ciudad. El reloj instalado sobre la torre que se encuentra en el cruce de las calles Treinta y Tres y Asamblea acompasa la vida de la apacible ciudad y es motivo de orgullo para sus habitantes.
Francisco Paco Espínola apeló al histórico reloj para marcar el transcurso del tiempo en la novela “Sombras sobre la tierra”, de 1933. “El formidable reloj de la iglesia da las tres. Y la grave sonoridad envuelve en círculos el pueblo todo y sigue sobre los campos”, escribe el autor josefino.
El pasado 25 de agosto, a instancias del Museo San José, un grupo de historiadores locales encontró propicia la celebración del primer centenario del reloj para difundir una investigación que arroja luz sobre su controvertida historia. Según el directivo de la institución, Javier de Gregorio, el propósito del estudio fue “reivindicar la verdad histórica respecto a un símbolo muy presente en la identidad y memoria colectivas de la comunidad”. En sus aspectos medulares, el estudio procura dar por tierra la versión generalizada en la ciudad que asegura que el reloj llegó por accidente a San José de Mayo.
La coordinadora del proyecto, Ana Odriozola, explicó que el origen de la especie se remonta al año 1946, cuando en un artículo del periódico El Debate, se establecía que el destino original de la pieza mecánica era San José de Costa Rica y no la ciudad homónima uruguaya.
Odriozola argumentó que es prácticamente imposible pensar que un reloj que hubiera llegado en forma errónea a San José pudiera ocupar el espacio exacto destinado en la torre. Aún así, considera que en ese caso la Cancillería del país centroamericano habría solicitado su devolución de inmediato, y esto no sucedió.

Cualquier monedita sirve

“Debido a los esfuerzos del Cura Párroco de esta ciudad doctor Don Norberto Betancur y a la competencia de Don Luis de Amilivia, San José posee este reloj. Agosto 25 de 1900”, luce el grabado en bronce de la maquinaria. La inscripción, en las entrañas mismas de la pieza mecánica, es el mejor reconocimiento que se encontró para los artífices de semejante obra.
En septiembre de 1895, el párroco doctor Norberto Betancur comenzó a promover la idea de que la “Iglesia nueva”, como se la denominaba por entonces, debía tener su reloj. En una ciudad que no superaba los 10.000 habitantes, el proyecto seguramente resultaba ambicioso. Para hacerlo posible, Betancur designó varias comisiones a fin de reunir los fondos necesarios. Se organizaron suscripciones, rifas y kermeses; un año después, la mitad de la población ya había colaborado con la iniciativa. “Hasta la fecha ha sido recorrida la mitad de la población y son contadas las personas que están en condiciones de ayudar, que se excusen”, anunciaba la edición del 1º de marzo de 1896 de El Pueblo.
Con tres mil pesos en sus bolsillos, el relojero maragato Luis de Amilivia partió a Europa en el mes de noviembre con el objetivo de comprar un reloj de torre. Los rumores a nivel popular fueron en aumento a medida que transcurría el tiempo y no se tenían noticias del enviado. En una carta publicada en la prensa local, Amilivia le responde a quienes especulaban sobre el destino de los fondos. “Como el zorro cree que todos los demás vivientes conservan sus mañas, no falta quien crea que yo con los tres mil pesos que me entregaron he ido a Europa a pasear y darme la gran vida. No tengáis miedo, mis buenos amigos, que si habéis contribuido a la obra con grande o pequeña cantidad, de todo esto se dará cuenta cuando llegue el momento oportuno”.
Luego de entrevistarse con los principales fabricantes europeos, Amilivia resolvió que las campanas fueran fundidas en Italia, la maquinaria en Suiza, de acuerdo a su diseño, y las esferas en Londres. También compró un mecanismo sincronizador en Alemania mediante el cual el reloj de la Iglesia permitía accionar hasta 200 relojes instalados en diferentes puntos de la ciudad, cuyo paradero se desconoce.
Los aproximadamente ocho mil pesos estimados por Amilivia para la compra e instalación del reloj resultaron insuficientes. La suma final superó los trece mil pesos. Para alcanzar esa cifra, además de la colaboración de la comunidad, fue necesario que el doctor Betancur pidiera un donativo a la Junta Económica y solicitara un préstamo a particulares. “El reloj a instalarse es, según la opinión de los peritos en esta clase de obras, el mejor reloj de América del Sur, y ha sido costeado por suscripición popular sin que haya intervenido para nada el gobierno nacional”, advertía la edición de El Pueblo del 17 de diciembre de 1899.
Las campanas fueron recibidas con algarabía en 1898 y se elevaron en una ceremonia en la que participó el obispo Pío Stella. La inauguración del reloj fue el 25 de agosto de 1900 y se caracterizó por la sobriedad. “Sin tirar ni una sola bomba, ni un solo cohete”, relataba el periódico La Paz tres días después.

Sin descuentos

La cantidad de anécdotas que han tenido al reloj como protagonista resultaron innumerables al cabo de un siglo de vida. Una publicación especial con motivo del 100 Aniversario del reloj, llamada “El reloj de la Catedral”, rescata una experiencia con varios protagonistas. En la década del sesenta, aseguran que en la cancha de fútbol del Club Sol de Mayo, sobre la Ruta 3, se disputaban campeonatos de barrio con la participación de numerosos equipos de la ciudad. Los encuentros eran dirigidos por árbitros locales, algunos de los cuales alternaban en los torneos oficiales de la Liga Departamental. Un domingo, al concluir el primer tiempo de uno de esos partidos, se produjo una batalla campal en la que el juez, en su afán de calmar los ánimos, perdió su reloj pulsera bajo los tapones de los belicosos deportistas. Una vez que volvió la calma, el hombre de negro rechazó la idea de aceptar un reloj cedido por los futbolistas. Como regla general, los partidos debían culminar a las seis menos cuarto y este controvertido encuentro no sería la excepción. El árbitro pitó tres veces y señaló el centro de la cancha, en señal de que el encuentro había finalizado. Así lo había indicado el tañir de las campanas de la Catedral.

El reloj en números

La principal de las tres campanas tiene un diámetro de 1.70 metros y 3.172 kilos de peso; el diámetro de la segunda campana es de 1.12 metros y su peso es de 937 kilos. La tercera campana tiene un diámetro de 84 centímetros y un peso de 368 kilos. EL peso total es de 4.477 kilos.
La maquinaria es de acero bruñido y templado, y bronce colorado. Consta de tres cuerpos colocados uno encima del otro, que descansan sobre seis gruesas columnas de hierro fundido. Todo el mecanismo mide aproximadamente tres metros desde la base al vértice del triángulo y está encerrado en una caja de cristal.
Cada una de las dos esferas tiene un diámetro de tres metros y está compuesta por una armazón de hierro fundido de una sola pieza, comprendiendo las horas y los minutos. Los espacios fueron cubiertos con cristal opaco para poder iluminarlo por la noche.

Primera Plana. Viernes 29 de septiembre de 2000

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